miércoles, 21 de enero de 2009

Beso en la Lluvia

Pequeño. Así se sentía, pequeño y frágil cómo el silencio nocturno.

Cada día al despertar trataba de ver el mundo sin pensar, verlo sin hablar y sin mancharlo con su presencia. Apoyando sus brazos en el suelo, levantaba su cuerpo, casi incorporándose, alzando su vista lo suficiente cómo para ver sobre la hierba, bajo el Sol, el horizonte.
La noche anterior había soñado con un árbol. Su presencia se había reducido a viento, a agua, a la unión de elementos. Era niebla que avanzaba silenciosamente, niebla que tragaba.

Aquél árbol moría, sus raices debílmente se nutrían de la tierra, y sus hojas ya no querían beber del cielo por más tiempo. Aquél árbol moría porque ya no quería vivir.

Cómo niebla avanzó hasta el árbol, lo rodeó y pensó en devorarlo, pero sintió la delgada voz que cantaba, tan bajo que ni el cansado árbol podía escuchar. Cómo niebla lo hubiera despojado de su aliento, ese era su deber; pero cómo niebla que no es niebla rodeó el árbol y lo abrazó. Sintió el palpitar casi onírico de un corazón vegetal, síntió, y la vida del árbol crecía y entonaba su voz para cantar más fuerte.
Pronto la niebla se percató. Su esencia y la del árbol se mezclaban. Las hojas se humedecían y las secas raices revivían. La niebla volvía a cantar y su gris corazón parecía entonar la misma bella melodía del árbol agonizante.

Durante un segundo antes de despertar, la niebla supo que ese árbol, que se creía muerto, le dió más vida que toda aquella que había arrebatado durante siglos.

Ahora, despierto cómo estaba, entre la hierba y bajo el Sol, decidió recostarse sobre un árbol seco que estaba cerca, y por primera vez quizó estar en el mundo, pensar, hablar y amar en él.

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